*Texto escrito por José Luis Pérez Guadalupe
En América Latina se produjo en los años 80 del siglo pasado un quiebre en la inveterada tradición evangélica de no participar en la política, lo que permitió el ingreso progresivo de los creyentes evangélicos en la política partidaria en toda la región. El ejemplo más claro lo tenemos en Brasil que pasó de la típica proscripción del crente não mexe em política a la divulgada prescripción del irmão vota em irmão. Un hito importante de este cambio fue la Asamblea que tuvieron las grandes iglesias pentecostales brasileras en 1986, donde decidieron participar activamente en las elecciones constituyentes de ese año, pasando de 12 representantes en los comicios de 1982 (de 513 curules de la Cámara) a 32 representantes en 1986. Pero, la gran novedad de esas elecciones no fue solamente el aumento considerable de sus representantes, sino que los evangélicos elegidos en 1982 pertenecían a iglesias evangélicas clásicas o históricas, mientras que los elegidos en 1986 pertenecían, sobre todo, a iglesias pentecostales. Lo que sucedió a partir de ahí ya es historia conocida.
Si bien, para esos años muchos evangélicos latinoamericanos ya militaban en la política de sus países, el cambio brusco se dio en 5 sentidos: los evangélicos que habían participado en política hasta ese entonces a) lo hicieron a título personal, como ciudadanos, y sin pretender involucrar a sus iglesias (que muchas veces se oponían radicalmente a la participación política de sus feligreses); b) participaron en política como miembros de partidos políticos ya instituidos, sin pretender formar un partido confesional, donde todos y solo los evangélicos pudieran formar parte; c) los evangélicos que hacían política eran, sobre todo, feligreses laicos, no pastores ni jerarcas de sus congregaciones; d) lo hacían en su calidad de ciudadanos cristianos que querían contribuir al progreso de sus países a través de la búsqueda del bien común, sin pretender confesionalizar las políticas públicas ni instaurar un neo-constantinismo; y e) su agenda política se centraban en una ‘agenda social’ y de desarrollo integral, más que en una ‘agenda moral’. Por oposición, los evangélicos que comenzaron a participar en política a partir de los años 90, fueron sobre todo, pastores o líderes eclesiales que buscaban obtener (directa o indirectamente) el apoyo de sus iglesias a través del voto de sus feligresías, conformaron movimientos o partidos confesionales, querían confesionalizar las políticas públicas so pretexto de representar una ‘mayoría moral’ (juntando católicos y evangélicos) o ‘nación cristiana’, y centraron su ‘agenda moral’ como la principal (si no única) agenda política.
A partir de esa década los ‘evangélicos políticos’ fueron reemplazando a los ‘políticos evangélicos’1 en cuanto a protagonismo y repercusión eclesial y social. Con el tiempo, estos nuevos líderes religioso-políticos, enarbolando las banderas de la ‘agenda moral’ (pro vida y pro familia), también fueron atrayendo el voto de algunos católicos conservadores que se sentían más representados por ellos que por los políticos tradicionales, así fueran católicos. Esto no necesariamente implicaba un cambio de confesionalidad, sino una especie de ecumenismo centrado en valores comunes, o lo que nosotros hemos denominado un nuevo ‘ecumenismo político’. Dentro de este nuevo ecumenismo, los que generalmente lideraron el movimiento pro vida y pro familia saliendo a las calles a manifestarse, fueron los evangélicos de línea pentecostal y neo pentecostal, secundados cada vez más por católicos que compartían sus mismos principios (luego los católicos también comenzaron a hacer sus propias marchas). En esta línea, por ejemplo, en toda la región tuvieron gran repercusión (hasta la llegada de la pandemia) las manifestaciones del colectivo “Con mis hijos no te metas”.
Por otra parte, si bien todos los movimientos o partidos confesionales evangélicos formados en los años 80 fracasaron en sus intentos de llegar al poder y desaparecieron, los evangélicos latinoamericanos no abandonaron su intención de participar en la política partidaria, pero esta vez bajo el modelo de ‘frente evangélico’ o ‘facción evangélica’2. En ese intento fueron participando en los procesos electorales de sus países con dispares resultados, pero ciertamente, con mayor éxito en el Legislativo (han podido colocar congresistas) que en el Ejecutivo (no han logrado colocar a ningún presidente)3, sin alcanzar nunca el tan ansiado ‘voto confesional’ o ‘voto cautivo’, ya que la evidencia empírica demuestra que los evangélicos no votan necesariamente por un candidato evangélico solo por el hecho de compartir su misma fe4 (menos los católicos). Lo que sí han logrado, y con mucho éxito, es que la comunidad evangélica abandone su histórico apoliticismo y se convirtiera en un actor o testigo atento del desarrollo político de sus países; ahora los evangélicos ya no se preguntan si pueden o no participar en política, sino cómo deben hacerlo y, eventualmente, por quien votar.
Dentro de este contexto, el caso peruano toma especial interés porque es la primera vez que un candidato confesionalmente católico, célibe del Opus Dei, de comunión diaria y mortificación del cuerpo con cilicio desde hace 40 años (según propia manifestación), Rafael López Aliaga, logra liderar esta ‘agenda moral’ como agenda política y electoral, y está atrayendo a sus filas a muchos evangélicos que ven en él al único líder político que enarbola sus principios cristianos, sobre todo en la defensa de la vida, en contra del aborto, y en oposición al matrimonio igualitario y la llamada ‘ideología de género’.
Curiosamente, el perfil de este candidato tiene mucha similitud con las candidaturas de Donald Trump y Jair Bolsonaro, no solo en sus discursos ‘pro vida’ y en la búsqueda del voto de los evangélicos, sino en su radicalidad extrema y en sus actitudes y formas de plantear sus propuestas. López Aliaga es un próspero empresario que tiene un discurso muy ambiguo y errático en la mayoría de temas, y la prensa cada día devela alguna ‘incoherencia’ o inexactitud en las cosas que dice en campaña. Pero
siempre se muestra soberbio y despectivo con sus oponentes políticos a quienes insulta constantemente (igual que Trump y Bolsonaro), plantea su candidatura en términos maniqueos (si no votas por él, estás a favor de la corrupción), despotrica de los medios de comunicación que no le son afines, y promete un gran cambio con su gobierno para acabar con la corrupción y las ideologías marxistas, castro-chavistas y caviares en el país. Si bien López Aliaga ha despertado gran expectativa en esta campaña, y algunas encuestadoras lo colocan como posible candidato para pasar a la segunda vuelta electoral, también ha provocado un gran rechazo en un sector importante de la población que no solo vislumbra el riesgo de tener como presidente a un ‘Bolsonaro peruano’, sino a un ‘Francisco Franco del siglo XXI’, por sus sesgos religiosos fachistoides.
En este sentido, hasta ahora su público ha provenido, básicamente, de 4 segmentos: a) católicos conservadores (sobre todo de movimientos eclesiales como el Opus Dei, Sodalicio de Vida Cristina, Neocatecumenado, etc.), b) evangélicos (neo) pentecostales, c) la ultra derecha peruana (que en el Perú se le conoce coloquialmente como la DBA: Derecha Bruta y Achorada), y d) ciudadanos tradicionales (no necesariamente religiosos) que ven amenazados sus criterios valorativos con los cambios culturales de los últimos años, como la igualdad de género, el lenguaje inclusivo, el posible matrimonio igualitario, etc. De hecho, las encuestas ratifican estos nichos electorales del candidato López Aliaga, ubicando sus mayores preferencias en Lima, sobre todo, en los sectores A y B. Pero, también juega a su favor, tal como ha sucedido en otros procesos electorales de la región, que la ciudadanía está cansada de la situación económica, de la inseguridad ciudadana y de la gran corrupción estatal, por eso emite un ‘voto de protesta’ o rechazo al statu quo; y, precisamente, Lopez Aliaga representaría esa ilusión de un cambio radical, por eso tiene más probabilidades de pescar en río revuelto que el resto de los candidatos más moderados, al igual que Bolsonaro en Brasil.
Finalmente, el 11 de abril se sabrá si este polémico candidato, con un partido armado a último momento (López Aliaga ni siquiera conoce a todos los candidatos que postulan al Congreso por su partido), y con personalidad mesiánica (igual que Trump y Bolsonaro), logra conquistar el voto conservador de los peruanos (cristianos o no) y pasar a la segunda vuelta electoral. Si esto sucede, se abrirá un nuevo escenario político que polarizaría más aún el ya enrarecido y atomizado contexto electoral peruano.
Lima, 28 de marzo de 2021
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